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Carolina Blumenkranc

MALAS PALABRAS

Por Carolina Blumenkranc.


Papá fue adicto a la cocaína y al juego. Ahora lo sé y puedo ponerle nombre pero a los 6 nadie me lo había explicado y yo no lograba concebir que la persona que me cuidaba y me amaba de día, de noche deviniera ogro.


La foto mental es así: mamá y yo refugiadas en el departamento de una vecina de la planta baja. Papá en la puerta, no queriendo irse, extendiendo las manos. Vecina amenazándolo con llamar a la policía. Mamá sosteniéndome con fuerza.


Alguien había sugerido que jamás hable en el colegio de las cosas de la casa. “A las monjas no les gustan las familias infelices, te van a echar”.


Tampoco hubo explicaciones cuando papá estuvo preso. Yo tenía más o menos 10 años. Dijeron que se había ido a buscar trabajo a Formosa o Chaco. Habilitaron su ausencia puteándolo a Menem, como era costumbre de época.

La foto mental es así: abuela preparando empanadas en día domingo, cerca de 1 docena. Una caja de cartón sobre la mesa. Dentro de la caja cosas para la higiene de un hombre y un cartón de cigarrillos LyM. El resto de la familia evitándome para no meter la pata.


Mamá trabajaba mucho, se había echado al hombro la tarea de mantener un hogar con dos hijes, en plena flexibilización laboral y ese ejército de desocupados como amenaza. ¿Cuota alimentaria? vaya a saber una lo que era... No le daban las manos ni el tiempo a mamá. No la veíamos mucho. Nos cuidaban mujeres que estaban igual de precarizadas, venían del norte, a trabajar de “muchachas” como les decían. Muchacha de Anta, cama adentro, sin nombre ni edad.


Y a ellas también les faltaban las palabras. Tanto más que a mí.


Yo no sé si a alguna, despalabrada así como yo, le pasaba que a falta de los nombres de los sentires y de ciertos términos lingüísticos buscaba luces y grababa imágenes en el material fotosensible de su corazón para poder explicarse el mundo más adelante, cuando aprendiera a decir, realmente a decir.


Cuando cumplí 15 años ya se palpitaba la crisis 2001 y mi abuela paterna, doña Teresa Zayas de Blumenkranc, me regaló un libro que contenía la historia del pueblo de su difunto marido polaco, Wolf. Dijo que él no hablaba mucho porque había quedado traumado por la guerra y el español le era hostil pero que, antes de morir, le había encomendado la tarea de regalarme el Pinkas Stok. No sé si eso era cierto, pero de lo que creía estar segura era de que me había regalado palabras y eso marcaba un antes y un después.


Creí que por fin iba a salir de la lógica de las imágenes. Ahora iba a tener todo ordenado, como en el texto mismo. Cohesión y coherencia. Ahora iban a existir los porqués. Yo creí que un libro de mis antepasados judíos iba a explicarme, por ejemplo, la conducta de mi padre.

Pero a ese libro también le faltaron palabras. La foto es así: Niña despeinada abriendo tapas bordó forradas de tela, encontrándose con hojas amarillentas pobladas de caracteres desconocidos, arabescos. El libro guarda la historia de la gente pero yo soy incapaz de leerla. Lo único que pude interpretar durante años fueron las fotos de las caras, las pieles, los ojos, los ceños, los pelos.


El libro está escrito en Yiddish y solo algún rabino viejo podrá traducirme (si es que acaso encuentro uno con buena onda) esa mezcla de alemán antiguo y hebreo.


A las palabras de hoy las fui adquiriendo a medida que transcurría todo este proceso. Fui robándoselas a los libros del colegio, a los discursos teatrales, a la poesía. Pero una parte de mi vida, la que me fundó, está llena solo de imágenes confusas. Quizás, en algún momento decidí rastrear, recrear, disolver en otras, inventar, explorar, exponer lo que estaba oculto...no sé bien si lo pensé así. Pero la foto es esta: un montón de cosas juntas al lado de la puerta. Un bajo, un amplificador pequeño, zapatos nuevos, un tapado, ahorros que logré tener por primera y única vez en mi vida durante la década ganada. La calculadora en mi mano y yo feliz porque la suma del valor de todo eso, al venderlo, me permitía adquirir mi primera y única cámara real.






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