Por Rodrigo Hela.
Milán.2018.
Quizá tres hermanas felices visitando el Duomo por primera vez. Quizá cabellos de ángel al teléfono: “Estoy ya por aquí, ¿te queda mucho?”. Quizá una tía entrañable que no encuentra su monedero, extraviado o robado tal vez. Quizá una cansada pareja deseando subirse al metro y llegar temprano a casa. Quizá palomas buscando aliados para llenar el buche y quizá bicicletas esperando a sus dueños o quizá, a los amigos de lo ajeno. Quizá turistas que esperan y observan, que buscan encontrarse con la expectativa, con el amor, con la amistad. Quizá solo buscan encontrarse. Quizá un fotógrafo buscando el instante que detenga el tiempo para poder robarle todas las posibilidades, o quizá no.
No sé si soy fotógrafo, no me siento cómodo con las etiquetas identitarias. Lo que sé es que amo lo que la fotografía me ofrece. Estoy obsesionado. Obsesionado como Totin, el perro de Casciari, con llevar la esponja a la cucha o como Messi con llevar la bocha al arco. Me obsesiona la luz y el paso del tiempo. Me obsesiona adueñarme de eso. No me interesa demasiado la nitidez, ni el enfoque, no me detengo a pensar si la exposición de la toma es buena o no. Quiero decir, valoro la correcta ejecución técnica de la fotografía, es importante dominarla, pero estoy más interesado en lo capturado y en lo que genera lo capturado.
Me conmueven las posibilidades que ofrecen las historias eternizadas. Me conmueve la belleza que produce la luz cuando baña la realidad. Me conmueve la melancolía, vestigio de lo acontecido. Me conmueve la libertad del que pudo expresarse. Me conmueve que, en conjunto, todo esto que me conmueve, pueda volverse un acto de justicia, de belleza. La fotografía me ofrece detener el tiempo, me permite poder observar la realidad desde la calma, poder preguntarle quién, cómo, cuándo, dónde y por qué, poder preguntarme. Me cuestiona, pero dándome la libertad de elegir cómo y cuándo, y si hacerlo o no.
Pienso... Me pregunto si no habrá venido a salvarme. Si no habrá venido a mostrarme la infinidad de caminos. Si no habrá venido a darme herramientas para pelear y para gritar; para dar voz y para dármela; para llenarme de lágrimas, de las saladas, de las ácidas, de las amargas, de las dulces, llenarme de lágrimas. Me pregunto si no habrá venido, ella que puede construir memoria, a recordarme cómo era abrir los ojos con sorpresa y sonreír con ilusión.
Zaragoza.2018.
La primera vez que vi Toy Story tenía 6 años. Desde entonces fantaseaba con que todo objeto inanimado estaba en realidad vivo y se ocultaba de nosotros. Les hablaba en susurros a mis juguetes, a mi bicicleta, a las pelotas… Con el tiempo las fantasías de la niñez se van diluyendo, algunas mueren y desaparecen y otras caen en el olvido, latentes, esperando la señal que las traiga nuevamente a escena. Hace no mucho empecé a hacer fotos. Caminar solo y observar no me fue nunca ajeno, es parte de mi taciturnidad. Caminar acompañado de la cámara en cambio me trajo algo nuevo, empecé a ver también cosas que antes me pasaban desapercibidas. Relieves, sombras, patrones, líneas, geometría, luz modificando constantemente la realidad… “ver lo extraordinario en lo ordinario” dijo alguien alguna vez. Caminar con la cámara muchas veces me convierte en un espectador ausente, la cámara es una suerte de capa de invisibilidad. Ese día caminando por Zaragoza el jinete no me vio. Les juro que no me vio. Me gusta pensar que fue por mi cámara mágica, pero creo que fue por el sol. Bah, no lo creo, lo sé, y les juro que en cuanto se llevó la mano a la frente y me descubrió, recuperó instantáneamente su forma rígida de estatua. Yo hice lo propio -¡Click!- y me llevé una foto de cuando recuperé aquella fantasía de infancia que dormía esperando la señal.
Mientras pueda seguir jugando con la luz, robándole historias al tiempo, llenándome de recuerdos. Mientras pueda seguir contando y dando voz, no va a importarme demasiado ser o no ser fotógrafo.
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