Respeto mucho a las personas que tienen una vocación marcada y definida, pero no es mi caso.
El recuerdo emerge de cuando tenía 6 años en mi álbum mental, estaba en el acto del 12 de octubre en la escuela de barrio que tanto quería. Dividieron al grupo en dos, indios y colonos. Por esas cosas de la vida me tocó ser indio, bailábamos y danzábamos en círculos, nos hipnotizaban con espejitos y entregábamos nuestra colección sagrada a cambio de nada. Me pareció injusto, creo que en ese acto me di cuenta lo que era la injusticia. Me dio bronca. Ahí comenzó todo el ruedo.
Cuando terminé el secundario aún tenía esa imagen marcada de mi álbum mental, atravesado por ideas políticas y una incipiente militancia, tenía ese problema viajando conmigo por resolver. No es que lo fuera a solucionar, quería participar, saber si eso que sentí aquella vez representando al pueblo indígena me pasaba solo a mí, o si todes sentíamos lo mismo. Si fuera que nos sucede a la gran mayoría, ¿por qué no había ningún reconocimiento del estado? Esa injusticia originaria sobre el territorio que habitamos era la primera que me ponía en foco con algo real que me interpelaba por completo.
Me anoté en la carrera de sociología y comencé a participar de proyectos de autogestión en el barrio Qom de Derqui, partido de Pilar. Corrían los años del ocaso menemista, caían las torres gemelas, el neoliberalismo estaba quedando fuera de cuadro y surgía Néstor Kirchner con un proyecto que nos devolvía el encanto por eso que para mi generación era casi una mala palabra, “La política”. Justo donde me estaba involucrando era territorio de lo que en aquellos años se decía ser la madre de todas las batallas, la provincia de Buenos Aires.
Cuando estaba por recibirme, le comenté al barrio que iba a hacer la tesis sobre los Qom en el conurbano profundo, lo que no tuvo una buena aceptación. Me dijeron: “Guido no necesitamos que escribas sobre nosotros, no necesitamos textos científicos, necesitamos una cooperativa, trabajar, desarrollar nuestros conocimientos y que no se desvanezcan en este contexto”. No fue exactamente así, pero ese fue el espíritu del mensaje.
Paralelamente siempre estuvo conmigo la fotografía. Mi papá cual Tom Sawyer, coleccionaba cámaras, discos, instrumentos, era de acumular objetos y a mí me encantaba desarmar todo. Nunca pude abrir una cámara, era como encarar un laberinto, así que solo me dediqué a usarla, tal vez con la intención de saber que sucedía ahí dentro, donde estaba el truco? ¿Cómo surgía esa magia? y ¿qué pasaba entre el ojo y esa herramienta?
Quería entrar en un laboratorio y saber por qué había tanta oscuridad, líquidos, rollos y ampliadoras. Así que me anoté en un taller de revelado Blanco y negro en la UBA y vi ese primer papel fotosensible tomar cuerpo y fue como esos momentos sagrados. Seguía sin entender cómo funcionaba, pero al menos ya sabía que podía lograr con ella.
Con la misma rapidez con la que terminé el secundario y descubrí la marihuana, casi inmediatamente conocí a mi psicoanalista. Él fue el que me mostró el trabajo de Grete Stern “Aborígenes del Gran Chaco”. Entonces estaba ahí buceando entre interpretaciones de sueños, las fotos de Grete, el porro, la sociología y los Tobas.
Por esos tiempos era fanático de Levi-Strauss, sonaba como los jeans, pero era un capo de la antropología Estructural y lo que más me resonaba por dentro siempre que abría sus libros eran las fotos: - ¡qué gran tesoro poder ver esto! -me decía a mí mismo-
Cuando viajaba al Chaco, intentando ver de qué manera podíamos reconstruir ese tejido desmembrado, eso que silenciosamente se estaba aniquilando. Cuando viajaba al Chaco y entendía que muchas cosas ya estaban bajo tierra, la fotografía emergía como una fuente subterránea, una especie de radiografía del pasado.
Los Bororo, una de las poblaciones que estudiaba este académico francés, casualmente eran cuasi primos lejanos de los Qom, muy parecidos, un pueblo muy cercano culturalmente. Levi Strauss, en uno de sus trabajos, analiza sus mitos y leyendas siendo uno de los primeros en utilizar esas incipientes computadoras con placas agujereadas para poder analizar tantas variables juntas. Así pudo resolver una de sus grandes obras, Las Mitológicas.
Sin embargo lo que a mí más me fascinaba, eran sus fotos, la cercanía, el patrimonio cultural que representaban, la gran ayuda que me daba para poder dejar mi tesis y acercarme un poquito a lo que los tobas necesitaban o decían que necesitaban. Volver a reconstruir eso que se estaba borrando del mapa mental.
Me costó casi 30 años recorrer el perímetro para descubrir lo que me llenaba ahí en el fondo, en ese lugar sagrado. A veces con sentir es suficiente, pero yo quería que me abrazara por completo y eso sucedió con la fotografía. Esa mezcla de libertad, con mirada social, arte y comunicación con todo lo demás
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