Por Rodrigo Herrera Lareu.
Fresnos, alisos, encinas y castaños ladean la única forma que hay de llegar hasta ahí: carretera CC.168 de la Diputación Provincial de Cáceres, Extremadura. Unos pocos kilómetros casi rectos que vaticinan una atmósfera atemporal. Giro a la izquierda y recorro unos pocos kilómetros más. A mi derecha el pantano del exilio, el embalse de Gabriel y Galán; al horizonte un castillo medieval militar y una muralla árabe. Es Granadilla, una península dentro de la península.
Veo el cartel de Parking, maniobro y paro el motor. Me quedo mirando un Fiat negro que acaba de salir y me pregunto cuánto de ese suelo que pisa el neumático habrá conocido sandalias romanas. Camino unos cincuenta metros y llego a una de las puertas de la muralla que rodean al antiguo señorío de Granada, fundado por los árabes en el siglo IX, conquistada y repoblada por Fernando II de León un siglo más tarde. Ante mí: fachadas de colores, huertas entre ruinas y el castillo. El imponente castillo mandado a construir por el Duque de Alba en el siglo XV, años antes de que los reyes católicos conquistaran el reino nazarí de Granada y el señorío tuviera que ser rebautizado como Granadilla.
Austeras salas de piedra fría, un ambiente húmedo y en la penumbra vislumbro una estrecha escalera de caracol. Siento pena por los guardias que cargados del peso de su armadura tuvieran que subir y bajar con apuro por aquellos escalones. Una brisa me acaricia el rostro y las vistas me golpean. Ahí estaba de nuevo, el embalse de Gabriel y Galán, culpable de la expropiación del pueblo. Durante la década de los 50 el gobierno franquista construyó el embalse con el fin de poder fertilizar tierras de secano. Esta medida tuvo como consecuencia la inundación de gran parte de los terrenos, obligando a los habitantes de Granadilla a tener que abandonar sus hogares y exiliarse.
Bajo del castillo y decido recorrer la muralla. El lugar tiene un encanto especial. Es atemporal. Casas semiderruidas con fachadas que respiran nostalgia. Veinte años de abandono y deterioro, veinte años de justicia sorda y de recuerdos olvidados. En los 80 se inicia el plan experimental de recuperación de pueblos abandonados. Veo huertas, olivos, naranjos y casas que empiezan a recuperar su historia. El pueblo poco a poco vuelve a la vida. En los 90 se aprueba el PRUEPA (programa de recuperación y utilización educativo de pueblos abandonados) estructurado en aproximar a la naturaleza a estudiantes, fomentando la solidaridad, el compañerismo y el respeto a la historia y los entornos naturales. Cada año pasan por Granadilla cientos de jóvenes que trabajan en la rehabilitación del pueblo a través de la artesanía, la agricultura y la ganadería ecológica.
La plaza mayor del pueblo me recibe entre palmeras y rodeada de edificios porticados. Suena una campana. Hay que salir, el pueblo cierra sus puertas. Mientras me alejo me pregunto cuántas historias guardan cada una de esas casas y si alguna vez habrá justicia para aquellas familias forzadas al exilio. El guardia de la entrada me cuenta que cada primero de noviembre, por el día de los santos, el pueblo abre sus puertas a los antiguos vecinos que vuelven a reencontrarse con la memoria.
Marcho con andar lento, con la nostalgia del día que empieza a despedirse y la esperanza que promete siempre el mañana. Ya está atardeciendo y aprovecho para bajar al embalse.
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