Por Cristian M. Pecci
Me desperté temprano el domingo y salí a recorrer mi barrio Ramos Mejía, Ramos como le dicen vulgarmente, donde vivo desde hace algo más de 2 años. Me acerqué al centro, tratando de cruzarme con lugares o personajes que hubiesen pasado inadvertidos en algún otro momento.
Me aproximé la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, un edificio de 1903, frente de la plaza Sarmiento. Ahí, parada en la puerta, firme como granadero estaba Lourdes. Con una gran simpatía me cuenta que trabaja para la iglesia, en la parte de limpieza. Algunos domingos por la mañana (se turnan con otros compañeros) por el problema de COVID, toma la temperatura y además, utiliza una máquina que esparce un desinfectante en forma de rocío a cada uno de los fieles que quieren asistir a la misa.
Me permite ingresar (previo protocolo) y me encuentro con una ceremonia sin los bancos típicos de madera, solo con sillas de plástico distribuidas a 2 metros cada una, obedeciendo el distanciamiento social. Retrato el momento y continúo mi viaje.
Lamentablemente como en todos los barrios hay gente en situación de calle, y mi barrio no es la excepción. No sé su nombre, pero cada vez que ando por ahí, lo encuentro en el mismo lugar con sus bolsas. Al aproximarme, estaba en una posición algo incómoda ojeando un diario, le pregunté sobre lo que leía y no me contestó muy amigablemente. Se lo notaba algo parco o hermitaño, no quise molestarlo, le ofrecí algo de dinero y me dijo que no necesitaba, le ofrecí nuevamente y ante su negativa, se lo dejé en una de sus bolsas y me fui. Vive en la marginalidad, pero no necesita dinero ¿Qué será lo que necesita? me preguntaba, mientras continuaba mi camino.
En la zona principal del centro, está el puesto de diarios de Luis. Cuando le consulto cuantos años hace que está trabajando en el barrio, rápidamente me señala con su dedo índice algo así como un boleto de compra- venta colgado en un vidrio enmarcado. Su padre Pascual lo compró en 1938 y desde entonces lo tiene la familia.
Me cuenta que vivió unos años en España haciendo artesanías, y volvió porque sus padres ya estaban grandes, haciéndose responsable del puesto. También, que es muy sacrificado, ya que trabaja todos los días, que no disfruta como quisiera de fiestas o encuentros de familiares y amigos porque no tiene muchos francos y se levanta muy temprano. Por suerte, ahora su sobrino está en el turno tarde y se alternan los sábados y domingos, teniendo algo más de libertad.
Empatizamos cuando le digo que lo entiendo, comentándole del trabajo que tenían mis padres cuando yo era chico. Luego lo saludo, le agradezco por su tiempo y quedamos en tener otra charla en algún otro momento.
En la otra esquina precisamente, trabaja Víctor. Está en silla de ruedas con un cajón sobre un soporte con mercadería arriba de sus piernas. Vende pañuelos descartables, Curitas, pastillas y otras pequeñas cosas de kioscos. Me comenta que vive por la zona del Hospital Posadas, que toma el colectivo todos los días para venir a vender y se jacta de trabajar “de lunes a lunes”, también que se conoce todo Ramos. Luego de hacer unas fotos aparece un vecino que lo saluda con afecto y le obsequia en café con una porción de torta. Me despido, nos saludamos chocando los puños y le prometo acercarle su foto cuando la imprima.
Me alejo unos cuantos pasos y moqueo un poco, no sé porque, pero determinadas historias de vida me pegan mal, me emocionan. Quizás, porque veo a un tipo que a pesar de sus adversidades trata de salir adelante, de ganarse el mango. Dicen que el trabajo dignifica y creo que Víctor pese a su discapacidad, se dignifica, como él dice: “de lunes a lunes”.
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