Por Paula Souilhe
La única vez que pasó algo extraordinario en mi barrio fue la noche del tornado que hizo volar todos los techos.
Vivo acá desde que el barrio se inauguró. Paredes de bloque duro, techos de chapa y pisos de plástico. Un laberinto de pasillos y casas todas iguales, donde dar una dirección se vuelve misión imposible. Ahora se puede mandar la ubicación por wasap. Pero antes tenía memorizado un mapa mental que recitaba cada vez que alguien necesitaba llegar - Venís por Avenida Alvear, antes de la ruta doblás a la izquierda. Te vas a dar cuenta donde empieza el barrio porque ya no hay calles laterales, solo pasillos. Contás dos pasillos sobre la mano derecha, entras ahí, mi casa tiene un balcón y dos palmeras sobre la puerta –.
Mi casa es la única del pasillo con balcón. Lo hicieron mis viejos cuando todavía vivían acá. Mi pasillo es uno de los pocos del barrio con casas que no están una encima de otra. Eso fue gracias a mi tío. Cuando mamá salió de la cárcel no teníamos donde vivir. Entonces mi tío se anotó en el plan Fonavi de viviendas para gente pobre que largó el gobierno militar en 1978, porque con “los antecedentes” de mamá era difícil que le den la casa a ella.
El barrio fue construido tal cual la maqueta que diseñó algún ingeniero europeo, desde Europa, para resolver la falta de viviendas en ciudades grandes y superpobladas. Pero acá en Resistencia había mucho espacio. Así que hicieron el barrio con 1500 viviendas apiladas, rodeadas de hectáreas de monte vacío. Lo llamaron Barrio España.
Mi tío era un hacendado con cinco hijos y algunas influencias en el gobierno, por eso le dieron la casa más grande, en el pasillo más lindo. Y acá nos vinimos a vivir mamá y yo. Algunos años más tarde, cuando terminó la dictadura, vino a vivir con nosotras mi papá.
En mi pasillo éramos un montón de chicos. Pasábamos el día jugando afuera. Íbamos al monte. Tirábamos piedras a la laguna y a los autos que pasaban por la ruta. La escondida era nuestro juego preferido porque teníamos cientos de pasillos donde desaparecer.
Fuera de nuestros gritos “pica” o “embopa”, el barrio era un barrio muy tranquilo donde nunca pasaba nada. Hasta la noche del tornado. Me acuerdo muy bien. Estaba durmiendo cuando papá y mamá me secaron de la cama y nos pusimos los tres debajo de la mesa de algarrobo. El agua golpeaba con furia y los truenos hacían chillar los vidrios de las ventanas. Después fue el ruido en el techo y las chapas que salieron volando. Podíamos ver la luz de los rayos dentro de la casa y el viento haciendo remolino con nuestras cosas. Por unos segundos dejamos de respirar. Nos abrazamos debajo de la mesa. Yo cerré los ojos y no vi nada más.
Después vino la calma. Y tras la calma, las voces de los vecinos comenzaron a llegar desde el pasillo. Salían en piyama y camisón a hacer el recuento de las pérdidas y a socorrer heridos. Al otro día, por primera vez, mi barrio fue noticia en el diario.
Con los años todo fue cambiando. Los chicos crecimos y la mayoría se fue a vivir a otro lado. Quedaron los viejos. Y yo también me quedé. Ahora vivo en esta casa con mis hijos. Ya no hay monte alrededor para que vayan a jugar. Ellos tienen la play y cambiaron la embopa por videollamadas. El pasillo quedó silencioso y vacío.
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